En la tarde soleada y silenciosa
donde vive y duerme el pueblo y la fatiga
la naturaleza, acaso exuberante,
insomne suplica.
El río, que su flujo veloz arrastra
la corriente de agua oscura, deposita
su maná día y noche al campo y a la huerta
en quienes se abriga.
Mas, desviado su cauce por insensata
mano, cuando su caudal aguado achica
por ocio desangrado, atrás queda el campo
y la huerta ya herida.
Penosa espera es el tiempo para el árbol
con sentencia del aspa marcada encima,
y tras uno, otro, se lamenta el labriego
que ya poco grita.
¡Qué inocentes son el monte y su espesura!
¡Qué agresivo el motor y el hacha homicida!
Lacayos que cercenan pinos y robles
y la ingenua encina.
La vida corre y vuela por los caminos
o se arrastra invisible, en suave armonía
con las luces y las sombras que se mueven
por la campesina
libertad. Pero la muerte le acompaña
de camisa y pantalón verde vestida;
indefenso el bosque, exprime su alma y llora
lo que significa.
Son los árboles hermanos de los ríos
donde beben y la tierra que enraízan,
del viento y sol amigos; mudos sin queja
ardiendo en la pira.
Y cuando manchado el monte por el negro
carbón, su arbolado trueca ya en cenizas,
apagado el infortunio, allí de nuevo
renace la vida.
Maleza, vegetales, arbustos, fauna,
plantas y árboles que los ojos perfilan
este es el bosque que, con luces y sombras,
el hombre camina.